La Maldición de John Steinbeck

 

Buenas tardes. Pásele. Siéntese, ándele. Ahí no, por favor, está sucio, andele ahí. No quiero que se me manche, se ve de buena calidad su pantalón. ¿En dónde lo compró? Ya veo. No, no conozco. ¿Qué? No, yo no soy dueño de esto. El dueño vive en otra ciudad, muy lejos de donde estamos. Como puede ver aquí no hay mucho que ofrecerle, pero con gusto lo invito a que se sienta como en casa. Perdón por las estupideces que está apunto de escuchar. Aquí no hay mucho que decir. Rara vez vuelvo a ver a alguien aquí. A los que les hablo se van con mis palabras y ya nunca me las devuelven. Y a fin de cuentas uno la piensa mucho. A la hora de hablar, me refiero. Enfrente de desconocidos, uno se concentra de más, como si estuviera tratando de ser alguien que no es. Como si quisiera borrar su verdadera imagen del mundo, apenado, asustado de su propia esencia. Yo trato de no ser así, no siempre lo logro, para que le miento, pero cuando lo logro digo mas de una estupidez, por eso lo advierto. ¿Qué? Si, sírvase lo que quiera, allá a un costado de esos costales. ¿Los ve? sírvase lo que quiera. Arriba en las puertitas están los vasos, las copas, lo que quiera. Quiero que aquí se sienta como en verdad es usted. No andamos aquí con pretensión alguna, se lo digo a todos los que aquí entran. Nadie se queda. Todos entran y salen, diferentes episodios, todo el tiempo, y otros días sin nadie, sin episodio, en silencio. No es tan malo el silencio. 

Buena elección. ¿Qué? Claro, claro. Por supuesto. Aquí, en este cajón, vea, éntrele. Buen provecho. Están frescos ¿no? Los trae una vieja de una granja, o eso es lo que me dicen. Tenga, use este cuchillo para partirla, tiene muy buen filo. Lo uso también para comer carne, pero está limpio. Ya que lo veo mas cómodo déjeme decirle para empezar que no tengo tanto que decirle. Mi introspección me dice que usted pinta de buena gente. Aunque a veces fallo, a veces fallo. No se crea. ¿Cómo? No sea modesto. Pero el cielo cárdeno afuera me da buena espina, me dice que hoy será una tarde tranquila por lo menos para mí, espero que también para usted. Mírelo nomas, levántese tantito. ¿Qué? Si, pues no siempre, pero si, aquí todo es muy tranquilo.

Me estaba poniendo a pensar hace poco en una ocasión de mi vida que yo considero muy importante a pesar de que mi vida no tiene mucha importancia. Ahí le va: caminaba por la ciudad, viendo las caras de las gentes, víctimas de las células que se pudren. A un sonriente con ojo tristón le pregunté en donde había comprado su sombrero. Yo no uso sombrero (no sé si algún día llegue a usar, eso no se sabe nunca) solo estaba buscando una excusa para hablarle por que se veía simpático. Era de un pueblo pacífico, de esos que ahora llaman pueblos mágicos, que hasta eso que puede que si tengan algo de magia, he visto algunos. Terminó contándome sobre su familia, sobre cómo su hijo se había suicidado. Era doctor, el hijo. Algo vio, nadie va a saber nunca que (¿o tal vez sí?) y eso lo hizo encerrarse en su baño y volarse los sesos con una pistola, por la boca, la esposa afuera, golpeando la madera, tratando de detenerlo. No sé de que marca o de que estilo era la pistola, no sé nada de armas. Él sí sabía, el señor. ¿Cómo un padre no va a saber con qué arma se suicido su hijo?, pero yo no lo recuerdo ahora, discúlpeme, no es importante.

A lo que voy es que el señor me dijo que cuando el hijo se iba a casar con la futura viuda, el señor leía una novela de John Steinbeck. ¿Quién es ese? Pregunté, naturalmente. Me explicó. Usted ya sabe quién es, lo puedo garantizar. Sus rayas en la piel de la frente me dicen que usted tiene buena educación. ¿Ve lo que le digo? Después de explicarme quién era, de una forma increíblemente pintoresca, me dijo que justo antes de que su hijo se suicidara, él también leía una novela de John Steinbeck, y la última que vez había leído algo del mismo autor fue el día de la boda. ¿Qué? No se preocupe. Pero claro, claro, sírvase todos los que quiera, sin pena. Entonces el señor quedó traumado, y dijo que nunca iba volver a abrir una novela de John Steinbeck en su vida. Llegó al punto de tirar a la basura, después de deshojarlas, para que nadie más fuera víctima de su maldición, las dos o tres novelas del autor que tenia en su biblioteca personal.

La muerte del hijo, esposo, amigo fue muy dolorosa y la familia quedó desde cierto punto arruinada. Pero esa es otra historia. Lo que a mí me pasó esa tarde que el señor me contó todo eso fue que me entró la curiosidad de leer algo. Yo no había leído libros por gusto nunca. Y la pequeña historia que este señor, el furor con el que la contó, la energía impactante de su voz y el misterio en los espacios vacíos entre sus oraciones con dolor y pasión combinada me hicieron querer abrir un libro. Pero tenia un problema: ¡no recordaba el nombre de John Steinbeck! ¿Cómo lo recordé? Justamente la pregunta que esperaba que me hiciera. Aunque si no me hubiera preguntado cómo lo encontré de todos modos le hubiera dicho, pero su aportación le da un toque más sociable al modo en que le cuento esta historia. ¿Sabe qué? Déjeme le traigo la botella a la mesa, ya que estamos en confianza. No se levante, yo voy por ella, estese tranquilo. Ya vi que le gustó y quiero que se tome todos los que quiera. Espéreme tantito… Ahí está. Permítame llenárselo de nuevo. Continúo: dado por vencido, decidí prender el televisor, regresar a mi rutina de ignorancia que a veces es muy cómoda, cómo no. Y en eso lo vi. En el noticiero un reportero menciono a John Steinbeck, ese mismo día, en referencia a una noticia ocurrida en Salinas, California. No lo podía creer. Sigo sin creerlo. Usted tampoco lo cree ¿verdad? Pero así paso.

La siguiente mañana fui y compré una de sus novelas, The Red Pony. Me gustó. Yo no había abierto un libro desde la secundaria (en la preparatoria solo me dediqué a emborracharme y a la universidad ya no llegué) y a pesar de mi falta de lenguaje y de entender el inglés muy arbitrariamente, no tardé mucho en terminarlo. ¿Lo ha leído? Pues no se pierde de mucho, es un libro muy triste. Lo que pasó después no me lo va a creer, si de por sí ya le dije varias cosas que suenan bastante absurdas. La noche en que terminé de leer el libro, prendí el televisor, y en las noticias apareció una noticia en la que informaban que el reportero que me había recordado el nombre de John Steinbeck había muerto la mañana de ese día. No sabia qué hacer, estaba inmóvil. Vi el libro que estaba encima de mi mesita, lo veía lleno de energía negativa, como si estuviera caliente y pesado y estuviera apunto de hacerle un hoyo a la madera y después al suelo y fuera a hundirse hasta el infierno y chupar todo el mundo consigo. ¿Qué? No estoy inventando. Tampoco soy su payasito, créame, a pesar de que suene absurdo, y gracias por escuchar, por cierto, le juro por mi madre que en paz descanse que no estoy mintiendo.

A pesar de esto, no hice lo mismo que el señor, deshojar y tirar el libro a la basura. Al contrario, lo guardé como un valiente. Y esto me inspiró. Leí mas, muchos más, todos los de Steinbeck, otros del Nobel. Luego unos dicen que Steinbeck ni siquiera lo merecía, el Nobel, yo no pienso así ¿pero a quién le importa eso a fin de cuentas? Leí más clásicos, biografías, ensayos, poesía, folletines, y no volví a tener otro episodio como éste, mas si pensé que en algún punto tal vez se me iba a regresar. Una energía o voz extraña dentro de mí me decía que tal vez se me iba a acabar todo por andar de atrevido, por atreverme a leer. Pero pienso yo que es un buen precio a pagar a cambio del aprendizaje, de la exploración del lenguaje y los mundos que solo se ven por medio de las letras. Lo veo muy serio y callado. ¿Qué? Se puso de repente muy pálido, tengo que decirle. ¿Se encuentra bien? Tenga, este paliacate está limpio, límpiese el sudor. ¿Qué me dice? ¿Que meta la mano a donde? ¿A qué se refiere? ¿En éste maletín? A ver…¿Qué tiene aquí? ¿Qué libro es este? No me diga que… ¿Este libro es…? Cannery… ¿Acaso usted? ¿Qué tiene en las manos? Devuélvame el cuchillo. ¿Qué está haciendo? Tenga compasión, le imploro. Yo solo quería aprender, leer como desesperado lo que no pude cuando era joven. Que el mundo me perdone. Permítame beber un último trago. No pensé que así fuera a terminar todo.